Los pilares de Duque en su política antidrogas

El decreto para confiscar la dosis mínima, el regreso a las fumigaciones aéreas con glifosato, la erradicación forzosa y la intervención de las “ollas” son las cuatro patas de su propuesta para enfrentar los cultivos ilícitos.

Lorena Arboleda Zárate y Alfredo Molano Jimeno
24 de septiembre de 2018 - 02:00 a. m.
El presidente Duque anunció que el decreto para decomisar drogas estará listo y firmado esta semana. / El Espectador
El presidente Duque anunció que el decreto para decomisar drogas estará listo y firmado esta semana. / El Espectador

Ha pasado poco más de un mes desde que Iván Duque se posesionó en la Presidencia de la República. Desde entonces, el anuncio más polémico está relacionado con el decreto que permitiría a la fuerza pública el decomiso del porte de dosis personal de cualquier sustancia psicoactiva. Ahora, los efectos de su decisión ponen sobre el tapete un giro de 180 grados en la política contra las drogas, pues durante el Gobierno del presidente Juan Manuel Santos se avanzó hacia la despenalización de los eslabones más débiles de la cadena, y los anuncios del nuevo Gobierno dan a entender que regresa el enfoque prohibicionista para tratar el consumo y tráfico de drogas.

La idea no podría desarrollarse en un mejor escenario que el que afrontará el jefe de Estado esta semana, porque ni él es heredero de las políticas de Santos, ni su homólogo, Donald Trump, del plan antidrogas de Barack Obama. El miércoles, Duque hablará por primera vez ante la Asamblea General de Naciones Unidas, en Nueva York (EE.UU.), el más apropiado panorama internacional para replantear la lucha global contra este fenómeno, bajo la reiterada premisa de que esa guerra se ha venido perdiendo. Lo dijo Trump hace unos cuantos días: “Colombia es un país que se está quedando atrás en la lucha contra los cultivos ilícitos”. E instó al Gobierno a “redoblar sus esfuerzos”.

En esa perspectiva, ambos mandatarios parecen estar en sintonía a la hora de concertar una política regresiva —y represiva— que acabe con los cultivos ilícitos, como quedará planteado hoy en la instalación del evento “Llamado global a la acción sobre el panorama mundial de las drogas”, pero también en la cena que esta noche ofrecerá Trump a propósito del encuentro 73 de la UNGA —por sus siglas en inglés— y en la primera reunión bilateral Duque-Trump, mañana, en la sede de la ONU, en Nueva York. Y es que desde el mismo 7 de agosto Duque dejó en evidencia que su objetivo será el de enfilar la persecución penal contra los jíbaros y que, para él, el consumo de drogas es un problema de ausencia de “valores de familia”, de educación cívica y moral, y de autoridad.

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Pero lo que más preocupa, y que muestra que las relaciones entre Colombia y Estados Unidos nuevamente se narcotizaron, es la intención que tiene Duque de retomar la aspersión aérea con glifosato, de hacer de los programas de sustitución un hecho obligatorio y ya no voluntario y que echará mano de la erradicación forzosa. El ministro de Defensa, Guillermo Botero, fue quien marcó el derrotero de la política pública que se avecina: “Se acaba la erradicación voluntaria y se vuelve a la erradicación forzosa. Sobre la manera de fumigar, habrá que mirar cuál es la más conveniente (...) El glifosato es uno de los herbicidas más usados en el mundo. Yo, como agricultor que he sido, lo he usado con resultados estupendos y sin que causara daños en las personas que lo aplican”.

Estos anuncios, sin embargo, no son una sorpresa. Menos entendiendo que una de las grandes peleas del expresidente Álvaro Uribe, mentor del hoy presidente Duque, ha sido contra la defensa constitucional del porte de la dosis mínima y contra la flexibilización en la política antidrogas que, entre otras, fue incluida en el Acuerdo firmado con la exguerrilla de las Farc. En ese sentido, el enfoque que prepara el jefe de Estado en la lucha global contra las drogas podría plantearse desde tres pilares fundamentales, todos igual de polémicos, especialmente, en momentos en que la propia ONU, durante la sesión especial que desarrolló en 2016, reconoció el fracaso del enfoque prohibicionista y la necesidad de plantear nuevas alternativas.

Contra la dosis mínima

El decreto que está por salir de la Casa de Nariño frente a la dosis mínima riñe con la jurisprudencia colombiana que, recientemente, ha venido defendiendo no sólo el derecho constitucional del libre desarrollo de la personalidad, sino el de tratar el consumo como una problemática de salud pública. En un fallo de la Corte Suprema de Justicia de 2016, al decidir sobre un caso ocurrido en el municipio de Socorro (Santander), se determinó que la dosis personal es la que “necesite el consumidor” bajo la evidente salvedad de que el porte o almacenamiento “indiscriminado de cantidades o de momentos para uso repetitivo (...) ha de ser penalizada”.

Y aunque el presidente Duque ha dicho que su intención no es penalizar o criminalizar al consumidor, la medida tiene connotaciones de represión que contravienen los avances que, en materia de derechos fundamentales, ha tenido la justicia en el país. Justamente, la Corte Constitucional, en su sentencia C-221 de 1994, argumentó que la penalización de la dosis personal violaba, entre otros, el derecho al libre desarrollo de la personalidad, pues la autonomía personal tiene primacía sobre el interés del Estado en preservar el derecho a la salud, y esta incluye el derecho a tomar decisiones sobre la propia vida y el deber del Estado a respetarlas.

Lo cierto es que la nueva política, más que jurídica, tiene un claro tinte político. Y con varias aristas. Para los alcaldes de las principales ciudades del país, el incremento en el microtráfico se ha convertido en un problema mayúsculo y la dosis mínima, en particular, en una dificultad para su labor, pues las redes de distribución la utilizan como pretexto para evadir el control de las autoridades. En el lado opuesto están quienes sostienen que la medida es inconstitucional pero, además, ponen en tela de juicio que la prohibición sea el camino adecuado en la lucha contra los grandes grupos del narcotráfico.

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Un análisis de la Fundación Ideas para la Paz señala que aumentar las posibilidades de arresto o las incautaciones, e incluso el imponer penas más fuertes, no se relaciona con el aumento en el precio de las sustancias. Es decir, que estas medidas tienen poco efecto sobre el consumo de drogas. También se ha demostrado que el endurecimiento de las penas contra el narcotráfico no reduce el tamaño del mercado y que —por el contrario— puede tener efectos inesperados, como criminalización de los usuarios, saturación de la Policía, incremento de la población carcelaria y, en algunos casos, más violencia.

El estudio “Políticas antidrogas en Colombia: éxitos, fracasos y extravíos” concluye que el tema de la dosis personal, en la práctica, es realmente un problema de represión y control social de poblaciones pobres percibidas por los policías como peligrosas. “En los barrios de nuestras ciudades, la Policía retiene regularmente a personas por porte y consumo de drogas. La detención, que es transitoria, suele ser a indigentes y hombres jóvenes pobres que fuman marihuana o bazuco en parques y plazas”, señala.

El expresidente Ernesto Samper, autor del libro Drogas: prohibición o legalización, considera que la confiscación de la dosis mínima es un retroceso y un riesgo frente a que sea la Policía la que, a su juicio, defina quién es un consumidor drogodependiente y quién porta una determinada cantidad de sustancias psicoactivas con fines delincuenciales. “Eso terminará en un foco de corrupción y autoritarismo. Parece ser que sólo se adopta para atender la solicitud de los Estados Unidos”, dijo. Desde su perspectiva, la consecuencia inmediata del futuro decreto será la proliferación de ollas de distribución al detal. “Con esta confusión del populismo punitivo, vamos a estimular más a los jíbaros a que, cuando vean aumento de consumo, suban sus utilidades. Desatarán una cacería de brujas y lo único cierto es que al eliminar la dosis mínima aumenta la violencia asociada al consumo de drogas”, agregó Samper.

Cultivos ilícitos

La semana pasada, el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI) de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) entregó el más reciente informe sobre el crecimiento de este flagelo en Colombia. Según reportó, hubo un incremento del 17 %, al pasar de 146.000 hectáreas sembradas con coca, en 2016, a 171.000 en 2017. Aunque los números no coinciden con el informe que entregó la Oficina de Política Nacional para el Control de Drogas de Estados Unidos, que revela que las hectáreas cultivadas superan las 200.000, ambos dicen que la cifra va en aumento.

Lo anterior derivó en que Duque recibiera en la Casa de Nariño a altos funcionarios del Gobierno norteamericano, a quienes les explicó lo que será su política integral contra los cultivos ilícitos y cuyo asunto fue reiterado a los pocos días al vicepresidente estadounidense, Mike Pence. La conclusión fue que, aunque Colombia no será descertificada por la Casa Blanca, la lucha contra las drogas será una “prioridad crítica en el futuro”, como lo reveló el propio jefe de Estado. Eso se traduce en que el Gobierno de Colombia decidió frenar los programas de sustitución voluntaria que había dejado instaurados el expresidente Santos, producto de lo pactado en Cuba, bajo la promesa de que a las familias con las que ya se suscribieron acuerdos se lesmuestr cumplirá.

No obstante, el nuevo modelo apunta a retomar la aspersión aérea con glifosato, a pesar de que la Organización Mundial de la Salud ha advertido sobre sus efectos cancerígenos. La Corte Constitucional, incluso, estableció unos parámetros que deben ser tenidos en cuenta por el Gobierno si decide adoptar esta forma de lucha contra las hectáreas sembradas de cultivos ilícitos. En el mismo sentido, la erradicación ahora será forzosa bajo el entendido de que pasa a ser la primera opción y ya no subsidiaria, como se acordó en el pasado, cuando las comunidades se rehusaran a cooperar para erradicar.

Un importante exfuncionario del Gobierno anterior, quien pidió la reserva de su nombre, afirma que los programas de sustitución voluntaria han logrado un arraigo territorial difícil de romper y que, según su criterio, quieren ser desconocidos por el Ejecutivo. “Van a volver a la vieja lógica de golpear a los eslabones débiles y afectan a los campesinos. Es que hablar de 90.000 familias vinculadas, y de que 50.000 familias ya han recibido desembolsos y que ya se han levantado 28.000 hectáreas, son palabras mayores”, señaló.

Gentrificación: las “ollas” y el principio de la economía naranja

Los acelerados procesos de urbanización han producido en todo el mundo, incluyendo Colombia, el surgimiento de escenarios de exclusión social, donde se trenzan diferentes manifestaciones de la ausencia de legalidad. El microtráfico y consumo de drogas son unas de ellas, y convierten a estos barrios de ocupación subnormal en el perfecto escenario de la gentrificación. Un concepto que viene siendo utilizado en diferentes ciudades con el fin de intervenir espacios mediante la fuerza pública y ocuparlos para, finalmente, insertarlos en el mercado inmobiliario.

En Bogotá, bajo las alcaldías de Enrique Peñalosa, ocurrió con las intervenciones de los sectores de El Cartucho (1990), el Bronx ( 2016) y María Paz (2017). También lo hizo recientemente el alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, en la avenida de Greiff, donde se asentaban cientos de habitantes de calle. El Gobierno de Iván Duque parece ir caminando en este mismo sentido y apenas hace una semana, el senador Fernando Nicolás Araújo, del Centro Democrático, radicó un proyecto de ley que busca incentivar la delación de delitos, tales como el microtráfico, con el fin de aplicar mecanismos de extinción de dominio en las propiedades donde ocurren las conductas delictivas.

Para Marcela Tovar, del Centro de Pensamiento y Acción para la Transición (CPAT), entidad que ha estudiado los efectos sociales y urbanísticos de estas intervenciones, es claro que la política del actual Gobierno apunta a medidas represivas contra los eslabones más débiles de la cadena. “Los mensajes indican que van a continuar con las intervenciones en materia de seguridad en territorios que tienen potencial de desarrollo inmobiliario para hacer mediante la guerra contra las drogas una gestión de suelo exprés y hacerse al control del territorio mucho antes de tener el control jurídico, lo cual deriva de un proceso de gestión de suelo, según las normas. Esa ha sido la estrategia en el Bronx para habilitar suelo para desarrollo de economía naranja”, explicó.

Con este panorama, es inevitable que, en el marco de la Asamblea General de la ONU, el presidente Iván Duque evada el debate que quedó planteado en ese mismo organismo hace dos años y cuyos orígenes se remontan a la Cumbre de las Américas de 2012: “Creemos —dijo Santos en representación del país y de varios aliados de la región— que es necesario iniciar una discusión, un análisis sobre este tema que, sin prejuicios ni dogmas, contemple los diferentes escenarios y las posibles alternativas para enfrentar este desafío con mayor efectividad. Debe ser una discusión abierta, sin sesgos ideológicos, sin sesgos políticos, rigurosa y basada en la evidencia sobre los costos y beneficios”.

Lo anterior, significó para Colombia convertirse en pionero hacia alternativas más progresistas que abandonen “la misma receta” que se viene usando desde hace más de 40 años. Al respecto, Mogens Lykketoft, presidente de la Asamblea General de Naciones Unidas hasta 2016, incluso se atrevió a reafirmar lo que algunos Estados tímidamente reconocen: volcarse hacia nuevos enfoques, “y otra cosa igual de importante: sinceridad sobre aquellas que han fracasado”.

Por Lorena Arboleda Zárate y Alfredo Molano Jimeno

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